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adstera

dimanche 21 décembre 2014

Tocan a uno, tocan a todos

Marchábamos, ella y yo, entre la multitud. Nuestras bicicletas de lado incomodando el camino: manubrio anti estómagos, pedal arranca pantorrillas, rueda muerde talones. Sonaban cánticos, se veían pancartas grandes y chicas. Yo observaba los rostros, buscaba sin buscar: un conocido, otro, otro. Y ahí lo veo. Es él. Está de espaldas. Pero en segundos desaparece, lo pierdo entre la gente.
Llegamos, Mercedes 933. Trepo un muro para ampliar mi panorama. El aire pesa, es denso como cuando algo está al borde de ocurrir. Pienso en lo que dijo el perro Vázquez: “no infiltrados, sólo control en los desbordes”. Otra burla, me digo riendo.
Yo no podía dejar de mirar las caras. Me perseguía. Ése es tira, ése no, tira, tira, otro tira. Lleno de tiras. Impostores. Miro sus pies: botas negras. Tus Nike no me engañan, sos tira. El pelo corto, la cara desnuda de barba, tira. Cámaras, gente que filma. Hay más tiras que personas, remato. Lanzan una molotov y se quema todo. Derriban vallas y arranca la represión. Palo y balas de goma, imagino. Se pica. En cualquier momento se pica. La bici pronta para volarse si se pica.
“No al seguimiento, la tortura y la represión policial”, termina la proclama. Vuela las vallas alguna bomba brasilera. Una valla cae. Y ellos ahí, paraditos, azules, con caras de perro Rodwailer, en parte impávidos, en parte chorreando baba prontos para atacar. En mi mente todo enmudece, desaparece, menos ellos. Los veo en sus posturas, disfrazados, e improviso un análisis. Algo que ya hice antes, pero lo hago una vez más. Intento entender. Parto desde lo psicológico, me filtro por el ADN y termino con sociología espontánea. Y desde mi ignorancia, sin herramientas, saco conclusiones. Concluyo en que hay que matarlos a todos.
Vuelvo a mi cuerpo. La escena toma sonido y aparece la multitud. No pasó nada. Pero podría haber pasado, me digo, mientras camino rumbo a 18 de Julio. Estoy llegando a la esquina, cuando me sacan la bicicleta de las manos, desde atrás. Era él, otra vez. Apresurado, me dice que le preste la bici que tiene que hacer un mandado. Ni contesto que se la lleva. Lo miro irse pedaleando fuerte, sin entender. Mi amiga se va y quedamos solos con M. Ya sentados en el cordón de la vereda, le pregunto a dónde fue. “No te puedo contar”, me dice. Me muero de intriga pero no insisto. Hace un silencio y me lo cuenta a cambio de que no diga nada. “No voy a decir nada”, le aseguro.
Mi casa, a dos cuadras, es el nuevo punto de encuentro. Él vuelve con la mano ensangrentada. Nadie entiende nada. Los que sabemos el secreto, sí. Cuando agarro la bici, su sangre se queda en mis dedos. La miro fijo. Subimos las escaleras y en el baño lavo su herida con cuidado. Busco alcohol, algodón e intento ayudarlo a parar la sangre. “Te salvé, soy tu enfermera personal”, le digo guiñando un ojo.
Vino más gente. Nos convertimos en cinco, más una pareja outsider. “Toma uno, toman todos”, dijo alguien. Yo tengo cien, yo no tengo, yo tengo monedas, tengo veinte, ¿cuánto falta? Vamos que llegamos, saquen. Yo pongo lo que falta. Dale, llamalo. Las idas al almacén, eran de besos y confesiones. De besos con sangre y cerveza. Él afirmaba que a determinada hora del día, le sangraba la boca. Siempre gusté de sus mentiras. Pero la sangre era verdad y yo nunca había dados besos con sangre, fue mi primera vez.
Jugamos al trivial. La pareja outsider funcionaba de opción comodín. Palestina es la capital de Irak, el pavo real es uruguayo y “armas secretas” es de García Márquez. El herido es el ganador. Duermo con el ganador. Amanezco con el ganador que no se quiere despertar y lo obligo a levantarse, deprisa.
Ya en la calle: “¡Caminás muy lento, estoy llegando tarde!”, dije exaltada. “No puedo caminar más rápido que ésto”, dijo él, soberbio y señalando sus pies con la mirada, “andá sola si querés…”
Y sin saludar, me fui.

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